miércoles, 28 de septiembre de 2011

Agustín Comotto, ilustrador, escritor y baterista part-time.


Hace unos cuantos años ya, compartí un vuelo de Barcelona hasta Bolonia junto al Sr. Agustín Comotto y otros notables ilustrados.
La compañía era Meridiana (tengo el vasito de plástico con el logo que me traje de souvenir como buen cabeza que soy) y mi compañero de asiento era el mismísimo Agustín.
Del viaje conservo tres vividos recuerdos:
una azafata diligente que servía botellitas de vinos Sangiovese y Pignoletto a diestra y siniestra, un aterrizaje algo ruidoso  en el aeropuerto Marconi que a todos nos subió las bolas a  las orejas y en el ínterin, mientras miraba por la ventanilla un océano alucinante de cumbres nevadas, esta frase de Comotto:
“Te das cuenta, pescado, que somos parte del tercio afortunado en la historia de la humanidad que tiene el privilegio de ver los Pirineos y los Alpes desde las alturas?...¿Qué hubiera pensado Anibal de esto?...”

Agustín es un fanático de la historia y sé de unos cuantos proyectos que andan por ahí buscando ser paridos desde Barcelona en forma de novela o historieta,  pero dejo que sus cualidades como autor e ilustrador hablen por si mismas en el siguiente link: 
http://www.agustin-comotto.com/index.html
 lo que si me interesa es compartir este relato suyo de pipas y parientes teutones calvinistas convertidos en uruguayos manyas. 
Adelante.


De como Ernest Richter se hizo Uruguayo






Abrió los ojos. Abrió un ojo solo. El otro, estaba tapado. Al rato supo que era una venda, como la que llevaba en el brazo. A través del ojo vio el techo. Una lámpara sencilla, paredes blancas y la monja que se acercaba. Le preguntó como se llamaba. De donde era, preguntas rutinarias. Supo que su cabeza iba bien porque podía responder. Después de responder a la monja entendió el error. La información llegaría hasta Hans, su padre, e iría a buscarlo. 
Todo volvió de repente. En una breve fracción de tiempo recordó quien era y que había pasado en los últimos días. 
Era el menor de una rigurosa escalera de 8 hermanos engendrados con disciplina por Hans, pastor de un pequeño pueblo de la provincia de Solingen. Hans era de rectas costumbres. Calvinista. Y decidió, hacía ya bastante tiempo, cambiar su  habito melancólico, propenso a la contemplación idiota de los fenómenos naturales. Hans empleaba el bastón de fresno para corregir aquello susceptible a ser corregido como su hijo menor. Y golpeaba a Ernest con el bastón de fresno, el mismo material con que estaba hecha su pipa, que tanto fascinaba al muchacho. Por eso, cuando días atrás se recuperó de una ejemplificadora tunda  que lo había dejado postrado en casa de la tia Gertrud, decidió huir. Cogió la pipa, la guardó en el gastado bolsillo de la gabardina y escapó de casa hacia el flamante puerto de Bremerhaven, con sus rectas calles hacía pocos años inauguradas. Bremerhaven era la puerta luminosa de salida hacia lo desconocido. Para él, lo desconocido tenía un nombre: Nueva York. Logró canjear el poco dinero con que contaba por parte del pasaje. La otra parte la pagaría fregando suelos. 
El barco zarpó rodeado de humo y mugre. Poco le importaba a Ernest el carbón, la negra agua que lo rodeaba y el frío. Ya no vería a Hans y su bastón de fresno. Llevó la mano a su bolsillo y tocó la dura y pulida superficie de madera. No tenía tabaco pero conseguiría. Era el único recuerdo de Hans aunque para él, tan solo era la satisfacción de que su padre se había quedado sin pipa.
La tormenta vino, abrazó al carguero y lo estampó contra los arrecifes. Agua por todas partes. Cajas, cabos, cuerpos despojados de la habitual gravedad, se hundían irremediablemente en lo negro. Ernest, que no sabía demasiado de mares pero sí de inundaciones, trató de alcanzar lo más alto del buque. 
Y así lo encontraron días después, aferrado al palo metálico que subía desde los restos del naufragio hacia el cielo. Había aguantado estoico la tormenta de la misma manera que había aguantado el bastón de fresno de su padre. Llegó inconsciente al hospital y la cara de la monja, dos días después le hizo recordar todo.
Tenía poco tiempo. Hans y la vara volverían por él. Cuando la monja dejó la habitación, Ernest comprobó que estaba entero y su gabardina lo esperaba junto a la cama. Salió discretamente del hospital al atardecer, rumbo al puerto.
Ernest logró embarcar, por segunda vez, rumbo a Montevideo. Fregó suelos y estibó todo lo que se puede estibar en un buque carguero durante dos meses y medio. 
En el trayecto, Ernest consiguió tabaco.
  

Corbera de Llobregat 5-7-11


Ernest Richter era mi tío abuelo, Regresó una vez a Alemania, después de la guerra, a visitar a sus hermanos junto con mi tía abuela. Para ese entonces ya era hincha de Peñarol. Hans, su padre, había muerto tiempo atrás. Ernest nunca dejó de fumar pipa que lo mató de un cáncer en la década de los 60. En cierto sentido, fue la venganza de su padre



En fin...se le perdona al infeliz la desafortunada reflexión final de la historia solo porque conserva en perfecto estado al sicario que dio cuenta de su pariente.
Es esta pulposa señorita sin marca (solo Veritable Bruyere Garantie como sello de calidad) pero de buenas curvas que sin dudas, entre tanto naufragio y mala sangre, colmó de placer a Ernest con deliciosas cargas de flake en su cazoleta.  










Coltrane  es el gato elegido por Agustín Comotto para cerrar el post.
Afro Blue, el standard del conguero cubano Mongo Santamaria.
El anfitrión es Ralph Gleason que moscardonea en el piano de Mc Coy Tyner mientras fuma en una billiard...gente fina, carajo.
Personal: Mc Coy Tyner (P), Jimmy Garrison (B), Elvin Jones (D).









Chau!






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